El estudiante bajó de su carro, llevaba un morral y un libro
en sus manos, de pronto un hombre se le acercó y le disparó. Dos tiros en la
cabeza le cegaron la vida. Cayó en el pavimento, de su cabeza salía sangre en
abundancia. El pistolero corrió hacia una motocicleta que lo esperaba a unos
cuantos metros, se subió en ella junto al conductor, y arrancó. El celador del
parqueadero caminó con nerviosismo, había visto todo, esperó a que los atacantes
se perdieran en la lejanía, y observó el espectáculo dantesco. El muchacho
yacía inerte con los ojos abiertos, sin vida, el suelo se tiñó de rojo
inmediatamente. Volvió a la caseta de vigilancia y por un radioteléfono llamó a
la policía. Otras personas que habían visto lo ocurrido se acercaron con temor;
dos mujeres que estaban uniformadas fueron las más diligentes en llegar al
lugar del crimen. Emitieron un grito de horror. Conocían al difunto; era un estudiante
de la universidad donde ellas trabajaban, era un alumno de tercer año de derecho,
era el hijo de un magistrado. Otras personas también tuvieron fuerzas para
mirar el cuerpo ensangrentado, hicieron un semicírculo alrededor del cadáver.
El celador del parqueadero traía en sus manos una ruana, la puso encima del
estudiante. Se dio la bendición. Las mujeres uniformadas no dejaban de llorar.
Un anciano, que parecía ser un mendigo quería observar el cadáver con mayor
detenimiento, pero las mujeres le impidieron llevar a cabo esa operación. El
ruido de una sirena se escuchó a lo lejos, su intensidad aumentó en pocos
segundos. Era un carro de la policía. Los agentes se bajaron y posaron sus ojos
en el cadáver. Uno de ellos hablaba a través de un teléfono móvil. Le
preguntaron al celador sobre lo ocurrido. Él sólo dijo que un tipo le había
disparado al muchacho en dos oportunidades, justo cuando bajaba del automóvil
que manejaba. Los policías se acurrucaron y miraron el rostro del muchacho,
también percibieron sus signos vitales. Confirmaron que estaba muerto, pusieron
la ruana a un lado, e inspeccionaron el lugar. El anciano se acercó con
rapidez, los policías lo apartaron con brusquedad. Otras dos patrullas de la policía
se hicieron presentes. Uno de los uniformados parecía ser un oficial. Era un
capitán. Corrió hacia el cadáver, y con el rostro afligido le informó a su
interlocutor que efectivamente el muerto era su hijo. Uno de los agentes colocó
una sábana sobre el estudiante. Inmediatamente aparecieron unas manchas rojas
en ella. Luego llegó medicina legal y la fiscalía. Acordonaron la zona, y
volvieron a interrogar al celador. Él dio la descripción de la moto en la que
habían escapado los sicarios. Una camioneta negra con vidrios polarizados se
detuvo al lado de las patrullas, de ella bajó un hombre muy bien vestido con
traje y corbata. Era el magistrado. Su apariencia de erudito se veía disminuida
por las emociones oscuras que padecía. Habían matado a su hijo. Caminó
lentamente, el capitán de la policía lo agarró de un brazo y le informó que
todavía no podía ver el cuerpo. Los de medicina legal necesitaban practicar
antes unas pruebas. El magistrado estaba pálido, el anciano mendigo se acercó y
le preguntó si él era su padre. El magistrado no respondió, el capitán de la
policía le hizo una señal a uno de sus hombres para que alejaran al intruso.
Los dos hombres siguieron hablando en voz baja. Los miembros de medicina legal
le avisaron al capitán que el padre del muchacho podía ver el cuerpo. El
magistrado se acercó hacia donde estaba su hijo. Se quedó mirándolo con terror,
y con indignación. Se tapó la cara con sus manos y soltó unas lágrimas. Tocó
sus mejillas, y trató de abrazarlo, pero el capitán se lo impidió. Era mejor no
hacerlo, podían borrarse ciertos rastros que serían importantes para la investigación
del crimen. El magistrado se apartó de repente, se puso de pie con rapidez, y
habló con el capitán. Parecía estar de mal genio. El policía no decía nada. El
jurista ingresó a su camioneta. Ésta arrancó a gran velocidad.
FIN
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