Cuento No. 33: "La muerte del hijo del magistrado"


El estudiante bajó de su carro, llevaba un morral y un libro en sus manos, de pronto un hombre se le acercó y le disparó. Dos tiros en la cabeza le cegaron la vida. Cayó en el pavimento, de su cabeza salía sangre en abundancia. El pistolero corrió hacia una motocicleta que lo esperaba a unos cuantos metros, se subió en ella junto al conductor, y arrancó. El celador del parqueadero caminó con nerviosismo, había visto todo, esperó a que los atacantes se perdieran en la lejanía, y observó el espectáculo dantesco. El muchacho yacía inerte con los ojos abiertos, sin vida, el suelo se tiñó de rojo inmediatamente. Volvió a la caseta de vigilancia y por un radioteléfono llamó a la policía. Otras personas que habían visto lo ocurrido se acercaron con temor; dos mujeres que estaban uniformadas fueron las más diligentes en llegar al lugar del crimen. Emitieron un grito de horror. Conocían al difunto; era un estudiante de la universidad donde ellas trabajaban, era un alumno de tercer año de derecho, era el hijo de un magistrado. Otras personas también tuvieron fuerzas para mirar el cuerpo ensangrentado, hicieron un semicírculo alrededor del cadáver. El celador del parqueadero traía en sus manos una ruana, la puso encima del estudiante. Se dio la bendición. Las mujeres uniformadas no dejaban de llorar. Un anciano, que parecía ser un mendigo quería observar el cadáver con mayor detenimiento, pero las mujeres le impidieron llevar a cabo esa operación. El ruido de una sirena se escuchó a lo lejos, su intensidad aumentó en pocos segundos. Era un carro de la policía. Los agentes se bajaron y posaron sus ojos en el cadáver. Uno de ellos hablaba a través de un teléfono móvil. Le preguntaron al celador sobre lo ocurrido. Él sólo dijo que un tipo le había disparado al muchacho en dos oportunidades, justo cuando bajaba del automóvil que manejaba. Los policías se acurrucaron y miraron el rostro del muchacho, también percibieron sus signos vitales. Confirmaron que estaba muerto, pusieron la ruana a un lado, e inspeccionaron el lugar. El anciano se acercó con rapidez, los policías lo apartaron con brusquedad. Otras dos patrullas de la policía se hicieron presentes. Uno de los uniformados parecía ser un oficial. Era un capitán. Corrió hacia el cadáver, y con el rostro afligido le informó a su interlocutor que efectivamente el muerto era su hijo. Uno de los agentes colocó una sábana sobre el estudiante. Inmediatamente aparecieron unas manchas rojas en ella. Luego llegó medicina legal y la fiscalía. Acordonaron la zona, y volvieron a interrogar al celador. Él dio la descripción de la moto en la que habían escapado los sicarios. Una camioneta negra con vidrios polarizados se detuvo al lado de las patrullas, de ella bajó un hombre muy bien vestido con traje y corbata. Era el magistrado. Su apariencia de erudito se veía disminuida por las emociones oscuras que padecía. Habían matado a su hijo. Caminó lentamente, el capitán de la policía lo agarró de un brazo y le informó que todavía no podía ver el cuerpo. Los de medicina legal necesitaban practicar antes unas pruebas. El magistrado estaba pálido, el anciano mendigo se acercó y le preguntó si él era su padre. El magistrado no respondió, el capitán de la policía le hizo una señal a uno de sus hombres para que alejaran al intruso. Los dos hombres siguieron hablando en voz baja. Los miembros de medicina legal le avisaron al capitán que el padre del muchacho podía ver el cuerpo. El magistrado se acercó hacia donde estaba su hijo. Se quedó mirándolo con terror, y con indignación. Se tapó la cara con sus manos y soltó unas lágrimas. Tocó sus mejillas, y trató de abrazarlo, pero el capitán se lo impidió. Era mejor no hacerlo, podían borrarse ciertos rastros que serían importantes para la investigación del crimen. El magistrado se apartó de repente, se puso de pie con rapidez, y habló con el capitán. Parecía estar de mal genio. El policía no decía nada. El jurista ingresó a su camioneta. Ésta arrancó a gran velocidad.
FIN


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